Manuel Ángel González Jara. Director y Fundador del Círculo Telemático de Derecho Penal de Chile y socio del Instituto de Ciencias Penales.
Transcurridas ya dos décadas de la entrada en vigencia del Código Procesal Penal, los prácticos del Derecho solemos hacer análisis comparativos entre uno y otro sistema. No son pocos los que aun defienden las (presuntas) bondades del Estatuto del siglo pasado.
El debate no deja de tener interés puesto que este último mantiene su vigencia. La mantiene, desde luego, en los procedimientos militares de tiempo de paz cuya normativa, establecida en el respectivo Código de Justicia Militar, recoge gran parte de las reglas del Código de Procedimiento Penal de 1906. Se mantiene también plenamente vigente en las causas penales que se tramitan por infracción a los Derechos Humanos. No deja de ser sintomático que quienes están siendo perseguidos penalmente como responsables de los crímenes más aberrantes de nuestra historia judicial lo sean en un marco procesal, por definición, agarantistico.
Los escenarios de uno y otro procedimiento judicial son radicalmente distintos. Resulta evidente la diferencia entre una “audiencia” frente a un escritorio que no está a la altura de la función, atendido por un funcionario que las más de las veces, por no decir todas, no es abogado, que recoge una suerte de “dictado” más que declaraciones cuando se trata de testigos, comparado con las actuaciones procesales que caracterizan los procedimientos judiciales del Código del año 2.000, acaecidas en inmuebles construidos para tan alta función, desarrolladas en la más pura oralidad, dejando un registro de lo tratado con un alto estándar de fidelidad facilitando así, en su caso, la posterior tarea de analizar lo acaecido en ésta.
Sin que lo anotado precedentemente deje de ser una diferencia relevante entre uno y otro procedimiento, vamos a lo que interesa en cuanto a las bondades de los procedimientos en sí. En mi opinión, el del Código de 1906 no posee ninguna.
Solo me referiré a la prueba de testigos aunque las dinámicas de la prueba documental y pericial, son también, significativamente más ortodoxas, dada la manera en que se incorporan al debate, en el Código del año 2000. Tampoco me referiré a la valoración de la prueba en uno y otro procedimiento.
En materia de testigos destaca la imposibilidad, casi absoluta, de contrainterrogar a los testigos de la etapa investigativa: el sumario. De ordinario, por la intrínseca naturaleza del procedimiento, son usados para cargar al acusado. Esa es la realidad de la práctica ordinaria. Particularmente difícil es examinar, en la etapa de Plenario, el juicio penal propiamente tal, a policías que estuvieron a cargo de las indagaciones iniciales del asunto bajo juzgamiento. Suelen estar trasladados y, en no pocos casos, jubilados, lo que alarga aún más el proceso. Surgen, entonces, remedios como el llamado “entorpecimiento”, que no siempre genera los resultados deseados en la medida que el llamado “término probatorio” se agota antes de ubicar al testigo cuyo contra examen se busca por la defensa. El termino probatorio suele ser insuficiente, incluidas las ampliaciones de plazo, para lograr el objetivo.
Se pretende, con un cinismo vergonzante, superar el problema esbozado con la “medida para mejor resolver”, la que suele tenerse como privativa del juez, quedando así al margen del acto procesal los letrados intervinientes. La defensa no logra así el objetivo deseado: contrainterrogar al testigo de cargo, deber esencial de un defensor.
A lo anterior se suma que algunos jueces instructores miran todo esto como un trámite sin sentido porque ya adquirieron convicción condenatoria a partir de lo recogido, por interpósita persona, durante el sumario, omitiendo tareas de corrobación.
En cuanto a los testigos del Plenario, esto es, los que son traídos al proceso por los abogados intervinientes, en no pocas ocasiones, suele estimárseles como de segunda clase. Subyace ahí un prejuicio cultural: todo lo ocurrido “ante el juez de la causa” (lo que no es cierto) vale más que lo traído al proceso, al juicio propiamente tal, el Plenario, de la mano de los defensores. Es más, no son infrecuentes los casos en los que la testimonial de descargo ni siquiera es mencionada en la sentencia. Claro, la aberración “se corrige” fácilmente: ¡para eso está el recurso de casación!, vía para conseguir la nulidad de la sentencia, me dirán. Este “remedio procesal”, coherente con la cultura del formulismo, en los hechos, se aleja del racional y justo procedimiento constitucionalmente garantizado. Impone al acusado una carga que conspira contra la presunción de inocencia.
El patético escenario esbozado se torna más intenso cuando se le confronta con la oralidad e inmediación de los juicios del Código del año 2.000. Estos no tienen plazo de duración, pudiendo estar meses recibiendo la prueba, tanto de la acusación como de la defensa. Esta se rinde ante un tribunal imparcial, no contaminado, como ocurre con el juez instructor y a la vez juzgador, como lo es el juez del Código de Procedimiento Penal de 1906. El juez del Código Procesal Penal del año 2.000 conoce los hechos de cuerpo presente, a través del relato que le hacen testigos y peritos o por la incorporación en audiencia de los documentos atingentes al caso, etc. Y, lo más relevante -reitero-, se trata de un tribunal que no intervino en la etapa investigativa, la que está a cargo de un órgano autónomo.
Lo anterior, unido al control de los intervinientes, acusadores y defensores, sobre la gestación de la prueba, reafirman al Plenario en su característica esencial: un trámite zonzo.
Atendiendo a mis vivencias del sistema procedimental antiguo y el ejercicio profesional en el nuevo sistema procesal en Santiago, comparto en plenitud la visión y el análisis que ha expuesto don Manuel Angel González. No obstante quiero dar énfasis a las implicancias de la intervención del denominado «actuario» en el sistema antiguo. Desde luego el artículo 35 del Código Procesal Penal prohíbe las actuaciones delegadas que conforman, precisamente, la naturaleza de la intervención fáctica del actuario en el sistema antiguo, actuación que infringe las garantías señaladas en los artículo 318 y ss. del C. de P.P. Este funcionario, usualmente, no tiene formación académica y su función es «recibir» una declaración. El fundamento material de esta ilegal delegación es el tiempo u ocupación del juez, que le impide hacer los interrogatorios de manera personal, hecho que es verdadero pero que las garantías contenidas en la ley no asumen ni presentan soluciones alternativas.
Así, es sabido que el juez de primera instancia, los de segunda instancia, Fiscales Judiciales y Tribunal de Casación, sólo examinarán el atestado escrito que queda incorporado en el expediente. Y finalmente, será la realidad procesal. No obstante, el testigo o el imputado, generalmente apabullado y atemorizado ante el poder de un tribunal de justicia, muchas veces, ha carecido de capacidad de expresión o de imponer sus términos en la declaración; en otras, el «actuario» ha carecido de la capacidad de comprensión y/o de entendimiento del relato y, buena o malamente, consigna «su» entendimiento y, para no despreciar la realidad práctica, no olvidemos la capacidad de redacción y reglas de puntuación que pueden cambiar el sentido genuino del atestado del testigo o imputado.
En suma, ha existido -en ese procedimiento- una realidad legal y otra paralela de naturaleza fáctica, en la cual es infringida la garantía fundamental de ser escuchado por un juez imparcial e independiente, y que da lugar a formar material probatorio muy precario e incierto y, por ende, ajenas al estándar de un proceso legal y justo.
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